La vivencia del bebé amparado
El bebé llega al mundo físico trayendo
noticias del mundo sutil, pero paradójicamente las puede transmitir sólo en la
medida en que sus necesidades inmediatas del mundo físico se cumplan con
precisión.
Es incapaz de sobrevivir en el mundo de la
luz, sin ser asistido integralmente respecto a toda necesidad física y
emocional. Así que ese cuerpito, que ni siquiera puede sostener su cabeza, pero
que como herramienta de supervivencia cuenta con una enorme potencia para
succionar el pecho materno, hace exactamente eso: Succiona. Luego, se va
acostumbrando a los apabullantes ruidos y molestias de su enorme aparato
digestivo que colman la mayoría de sus sensaciones físicas.
El bienestar o el malestar hacen toda la
diferencia en este tiempo mágico de todo ser humano. Me atrevo a afirmar que
éste es el momento en que se divide la humanidad: entre quienes han recibido
resguardo, contención y contacto corporal..., y quienes no.
Los bebés, mientras permanecen en el útero
materno, oyen los latidos del corazón de su madre, su voz, las voces de otras
personas, los ruidos del entorno. Oyen los ruidos del cuerpo materno digiriendo
la comida, riendo, hablando, cantando, respirando, y se van adaptando, de un
modo similar a como lo han hecho nuestros antepasados durante millones de años.
En el momento de nacer, además del impactante pasaje hacia la respiración a
través de los pulmones que se llenan de aire, el bebé pasa también de un
ambiente húmedo a uno seco, experimenta un descenso de la temperatura en el
entorno, y además los sonidos ya no están amortiguados. Para colmo sufre un
cambio radical en su postura: ya no está cabeza abajo, sino que estará acostado
o con la cabeza más alta que el resto de su cuerpo. Pero en buenas condiciones,
el bebé puede soportar e integrar estas nuevas sensaciones con serenidad y
placer.
El bebé en este período es más sensible que
conciente. En realidad, el bebé es conciente de su estado de bienestar. Si el
bebé encuentra refugio y el cuerpo de su madre permanentemente disponible, el
paso del tiempo no será una desventaja, como no lo era en la época
intrauterina, ya que simplemente se siente bien. El bebé puede vivir en el
“eterno ahora”, pegado al cuerpo de su madre, en un estado de beatitud.
El período inmediato después del nacimiento
es la etapa que más impresiona en la constitución del ser humano. Aquello con
lo que se encuentra será lo que luego sentirá que es la naturaleza de la vida.
Al abandonar la más completa hospitalidad que ofrece el útero materno, necesita
llegar a un solo lugar: los brazos de su madre. Durante millones de años los
bebés recién nacidos han mantenido un estrechísimo contacto corporal con sus
madres. Y aunque en los últimos siglos los bebés están siendo privados de esta
invalorable experiencia, cada nuevo bebé que nace espera encontrarse en ese
mismo lugar.
El bebé que se reconforta sencillamente en
el cuerpo de su madre o de otro ser humano que lo ampara, continúa en armonía y
no pierde el contacto con su más allá interior.
Es verdad que no basta con acunarlo y
sostenerlo físicamente. Sabemos que el niño nace dentro de la fusión emocional
con su madre trayendo toda la información de su sombra. Es decir, de lo que la
madre no conoce de sí misma. Y lo va a manifestar a través de señales de bebé,
generalmente poco comprensibles para el lenguaje adulto. En realidad, las
personas grandes no nos hemos dedicado mucho a aprender este lenguaje,
restándole importancia a uno de los idiomas más hablados del planeta. Así que
sin un buen diccionario a mano, estaremos perdidos con un niño en casa.
Cuando lo que el niño trae es manifestación
indescifrable de la sombra de su madre, es posible que el pecho no alcance, ni
la paciencia ni la dedicación. Pero no significa que no lo siga necesitando.
Sino que necesita algo más: liberarse de la sombra de la madre.
Lo que consuela dulcemente al niño son las palabras llenas de sentido que la madre pronuncia explicando con claridad qué es lo que ha comprendido de sí misma a partir de sus mensajes. Entonces el confort es total, las palabras suenan finas y delicadas y se instala la seguridad interior.
Lo que consuela dulcemente al niño son las palabras llenas de sentido que la madre pronuncia explicando con claridad qué es lo que ha comprendido de sí misma a partir de sus mensajes. Entonces el confort es total, las palabras suenan finas y delicadas y se instala la seguridad interior.
El niño amparado y fusionado sabe que
obtendrá lo que necesita. Esa es su experiencia cotidiana, que se repite a cada
instante y que conforma una rutina sin sobresaltos. La seguridad interior se
establece y posiblemente ya no se mueva nunca más de las entrañas de ese ser.
Sentirse seguro, amado, tenido en cuenta, estable y con total confianza en sí
mismo y en los demás...es obviamente el tesoro más preciado para el despliegue
de su vida futura.
La vivencia del bebé desamparado
Lamentablemente la mayoría de los bebés
humanos –amados- no reciben incondicionalmente lo que piden, porque siempre hay
un adulto cerca para no estar de acuerdo y para tener una opinión al respecto.
Generalmente se trata de las mismas madres
amorosas que entramos en contradicción con nuestros propios pensamientos. El
asunto es que no es un período para pensar. Es un período para entrar en fusión
emocional. No hay que buscar razones, ni elegir concienzudamente la mejor
opción. No hay reglas a seguir ni consejos aplicables. En estos casos los niños
quedan prisioneros de lógicas incomprensibles, alejados de los brazos de sus
madres y solos.
No estamos dispuestos a hacerles caso a los
bebés, que unánimemente explican una y otra vez a través de sus interminables y
prístinos llantos, dónde está su lugar. El bebé que no está en contacto con el
cuerpo de su madre, experimenta un inhóspito universo vacío que lo va alejando
de su anhelo de bienestar que traía consigo desde el período en que vivía
dentro del vientre amoroso de su madre. El bebé recién nacido no está preparado
para un salto a la nada: a una cuna sin movimiento, sin olor, sin sonido, sin
sensación de vida. Esta violenta separación de la díada causa más sufrimientos
de lo que podemos imaginar y establece un sin sentido en el vínculo madre-niño.
Cuando las expectativas naturales que traía el pequeño son traicionadas,
aparece el desencanto, junto al miedo de ser nuevamente herido. Y después de
muchas experiencias similares, brota algo tan doloroso para el alma como es la
resignación.
Cuando ese ser tan pequeñito no se siente
valioso ni bienvenido, se convertirá necesariamente en un ser humano sin
confianza, sin espontaneidad y sin arraigo emocional. Todos los bebés son
valiosos, pero sólo pueden saberlo por el modo en que son tratados. En los
países “desarrollados”, las madres compramos libros sobre cómo dejarlos llorar
hasta que se duerman y cómo abandonarlos en el vacío emocional sin siquiera
tocarlos. Las madres jóvenes desconfiamos de nuestra capacidad innata de criar
a nuestros hijos, y desoímos los “motivos” que tienen los bebés para transmitir
señales que son inconfundiblemente claras.
La idea básica alrededor de esta moda
estima que satisfacer las necesidades de un bebé los convierte en “malcriados”,
aunque paradójicamente, obtenemos una y otra vez el resultado opuesto al
esperado, es decir, bebés cada vez más necesitados o “demandantes”.
Cuando a la noche el niño está solo sin
percibir ningún movimiento, el “tiempo” aparece como un hecho doloroso y
desgarrador si la madre no acude, a diferencia de las vivencias pretéritas
dentro del útero donde toda necesidad era satisfecha instantáneamente. Ahora la
espera, duele. Sólo le resta llorar hasta dormirse. Y desplegar su ser envuelto
en miedo, desconfianza, rabia, soledad y dolor.
Cómo sanar la falta de fusión emocional
Estando dispuestos a ofrecer toda nuestra
capacidad de estar a favor del otro, porque nunca es demasiado tarde. Si un
niño de tres años pide que su mamá lo alce en brazos, es porque lo necesita. Si
ya no es “adecuado” a su edad, no importa, aparentemente lo sigue necesitando,
tal vez no lo obtuvo suficientemente cuando era aún más pequeño. A lo largo de
toda la infancia, es decir hasta los catorce o quince años, los niños son
capaces de reclamar lo que precisan. Generalmente requieren presencia,
caricias, cercanía con el cuerpo de sus padres, mirada, atención y dedicación. Eso es todo. Es muy
simple.
Si un niño de ocho años llora porque no
quiere quedarse solo en la escuela, es lo que le hace falta. Merece alguien de
su confianza que lo acompañe. Tal vez no estuvo suficientemente acompañado en
el pasado.
Nadie pide lo que no necesita. A medida que
pasan los años, esas necesidades no satisfechas siguen operando con la misma
intensidad que en sus comienzos. Pero los adultos estamos cada vez menos
dispuestos a comprender los mensajes, sobre todo repitiendo la frase “ya eres
grande”. O la de peor categoría: “eso es una regresión”.
Sin
embargo, cuando devenimos adultos, exploramos diversos caminos de sanación, y
en todos ellos, la consigna es “regresar”. Todas las terapias, y sistemas de
búsqueda personal están basados en la capacidad de regresar a los lugares que
quedaron vacíos de afecto y de cobijo. La experiencia de recordar las vidas
pasadas, el propio nacimiento en esta vida, las vivencias de la primera
infancia, más todas las técnicas de respiración y de meditación, las técnicas
corporales de todo tipo, la astrología, las técnicas de adivinación y todas las
estrategias intelectuales desde Freud hasta la fecha; suman casi todo el
abanico de modalidades al alcance de los adultos que desean comprenderse un
poco más. Utilizando cualquiera de ellas, necesitamos regresar. Porque regresar
es entrar una vez más en fusión emocional. La fusión emocional, cura. La fusión emocional,
sana.
Laura Gutman.