Las mujeres llevamos varios siglos de
historia sumidas en la represión sexual. Esto significa que hemos considerado
al cuerpo como bajo e impúdico, a las
pulsiones sexuales malignas y a la
totalidad de las sensaciones corporales, indeseables. ¿En qué momento aprendemos que no hay lugar
para el cuerpo ni el placer? En el mismísimo momento del nacimiento. Segundos después de nacer, ya dejamos de ser tocados. Perdemos el contacto que era continuo en el paraíso
uterino. Nacemos de madres reprimidas por generaciones y generaciones de
mujeres aún más reprimidas, rígidas, congeladas, duras, paralizadas y temerosas
de acariciar. Entonces el instinto materno se deteriora, se pierde, se
desdibuja.
En este contexto, las mujeres con siglos de
Patriarcado encima, alejadas de nuestra
sintonía interior, no queremos parir.
Es lógico, ya que nuestros úteros están rígidos y así duelen. Nuestro vientre está
acorazado y nuestros brazos se defienden. No hemos sido abrazadas ni acunadas por nuestras madres, porque ellas
no han sido acunadas por nuestras abuelas y así por generaciones y generaciones
de mujeres que han perdido todo vestigio de blandura femenina. Por eso cuando
llega el momento de parir nos duele el
cuerpo entero por la inflexibilidad, el sometimiento, la falta de ritmo y de
caricias. Odiamos desde tiempos remotos nuestro cuerpo que sangra, que
cambia, que ovula, que se mancha y que
es inmanejable.
Es importante tener en cuenta que además
del sometimiento y la represión sexual histórica, las
mujeres parimos en cautiverio. Desde hace un siglo -a medida que las
mujeres hemos ingresado en el mercado de trabajo, en las universidades y en
todos los circuitos de intercambio público-
hemos cedido el último bastión
del poder femenino: el parto. Ya no nos queda ni ese pequeño rincón de
sabiduría ancestral femenina. Se acabó. No hay más escena de parto. Ahora hay
tecnología. Máquinas. Hombres. Tiempos
programados. Drogas. Pinchaduras. Ataduras.
Rasurados. Torturas. Silencio. Amenazas. Resultados. Miradas invasivas.
Y miedo, claro. Vuelve a aparecer el miedo en el único refugio que durante
siglos permaneció restringido a los varones. Resulta que hasta esa cueva íntima,
hemos abandonado. Haber entregado los partos fue como vender el alma femenina al diablo. Ahora nos toca a las mujeres
hacer algo al respecto, si nos interesa recuperar el placer orgásmico de los
partos y si asumimos el poder que podemos desplegar en la medida que los partos
vuelvan a ser nuestros.
Laura
Gutman
No hay comentarios:
Publicar un comentario