“Preguntemos a cualquier madre
acerca de qué es aquello que considera esencial en el “ser madre” y no vacilará en contestar: el amor ”
R. Schaffer
Nacemos
para amar. Y para ser amados. El amor no es un capricho ni un lujo. Por el
contrario es algo central para la supervivencia de nuestra especie. La
naturaleza ha previsto que las madres se enamoren de sus bebés desde el
nacimiento y que sea este amor el que modele el crecimiento de la criatura. En
base a esta primera relación amorosa se irá desarrollando el cerebro y con él
la personalidad del recién nacido. Lo que la naturaleza ha diseñado para la
supervivencia de nuestras criaturas es una maravillosa y fascinante sincronía
de madres y bebés. Cuando el ambiente es respetuoso con las necesidades de
ambos la crianza se convierte en una experiencia del más profundo y verdadero
amor. Ahora sabemos que es la química de ese amor la que permite a los bebés
crecer confiando en la vida y disfrutando al máximo. Esa química amorosa que se
traduce en salud y placer.
Sin amor no crecemos. O crecemos maltrechos. Es la otra cara de la misma
moneda. Cuando el vínculo falla, cuando por diversas razones los bebés no
consiguen apegarse a sus madres y padres todo resulta mucho más difícil. Cuando
se obstaculiza la química y no se permite la construcción natural de los
cimientos del apego el resultado es dolor, dificultad, sufrimiento,
desconfianza y en el peor de los casos desapego. Desapego que también se
traduce en alteraciones cerebrales,
crecimiento patológico, problemas de salud e incluso patologías mentales.
Nacemos
para amar y sin amor no crecemos. Pero esto no se suele enseñar en las
facultades de medicina. A los médicos no nos inculcan la importancia del amor,
ni como afecta a la salud. Es más, raramente se menciona el efecto del amor en
los cuidados o en la relación con los pacientes. Dedicamos años al estudio de
la química de la vida y del funcionamiento del cuerpo humano pero apenas
aprendemos nada sobre la necesidad de amor para el crecimiento y la salud.
A
mí no me explicaron la teoría del vínculo en la facultad de Medicina. Tampoco
me contaron nada sobre las necesidades amorosas de los bebés. Durante mi
especialización como psiquiatra no oí hablar de lo importantes que son las
caricias, el placer o la alegría para la salud mental. Aunque me formé como
psiquiatra infantil poco o nada me explicaron durante la residencia sobre la
lactancia materna o las consecuencias de cómo se desarrolla el nacimiento.
Pero
resulta que además de médico soy madre. Creo que esa es la razón por la que
escribo que necesitamos nacer (y morir) rodeados de amor. Lo siento, lo pienso,
lo escribo convencida y busco en la ciencia la confirmación de lo que para mi
–y para tantos- resulta evidente. Sin embargo al recurrir a la ciencia para
encontrar la prueba que sostenga mi intuición los resultados son dispares. Por
un lado me siento fascinada por los innumerables hallazgos que avalan la
hipótesis. Por otro aumenta mi desconcierto: cuanto más leo menos entiendo como
es posible que ese sólido conocimiento científico no se haya traducido en un mayor
respeto a la fisiología y a la vida.
La teoría del vínculo, que el psiquiatra infantil John Bowlby formuló
con brillantez entre los años cincuenta y setenta del siglo pasado ha generado
un amplio número de estudios e investigaciones científicas. En resumidas
cuentas Bowlby afirmó que la relación que establece el recién nacido con sus
padres es algo central para la supervivencia humana y añadió que dicha relación
cálida, íntima y continuada tiene que estar caracterizada por la satisfacción y
el goce mutuo. Desde entonces infinidad de profesionales de la psicología,
medicina, etología y neurobiología entre otras ciencias han estudiado en las
últimas la naturaleza esta relación. Los hallazgos coinciden en esta
conclusión: nada más nacer todos los bebés esperan ser queridos. En las
primeras horas y semanas de vida se producen acontecimientos extraordinarios
desde el punto de vista de la química cerebral que nunca más se repetirán. El
amor en los primeros momentos de la vida no se parece a una película romántica
sino más bien a una droga dura. Es tal la intensidad que a veces asusta. Las
sensaciones de placer, unión, entrega y transcendencia se mezclan entre los
efectos que llevan a la construcción del apego. La neurobiología del apego ha
demostrado como en condiciones idóneas las hormonas del amor (como la
oxitocina) invaden el cerebro de la madre y de su bebé y dirigen la orquesta
durante los primeros años de la vida. A más hormonas de amor, más receptores en
el cerebro del bebé, más conexiones neuronales, más crecimiento en las áreas de
la empatía y la sociabilidad, más inteligencia y también mayor tendencia a la
bondad.
Lo que la ciencia del apego nos
enseña es fácil de resumir: hay que cuidar a las madres para que puedan
vincularse eficazmente con sus bebés. Cuidar a las madres significa
respetarlas, escucharlas, sostenerlas. Pero ese respeto a las madres que
debería ser el punto de partida todavía brilla por su ausencia en muchas
facetas de nuestra sociedad, incluida la ciencia. A lo largo de décadas las madres
y sus experiencias han sido desautorizadas, ninguneadas o incluso
culpabilizadas desde la psiquiatría, la psicología, el psicoanálisis o la
medicina. En vez de ser tomadas en cuenta como verdaderas expertas y
conocedoras de sus hijos han sido excluidas, privadas en ocasiones incluso del
contacto con sus hijos o bebés, tachadas de inmaduras o inconscientes e incluso
maltratadas.
Desde
que inicié mi formación profesional como psiquiatra infantil me resultó
chocante esa actitud despectiva hacia las madres en el entorno médico y
psiquiátrico. “Esa madre es una histérica” era una sentencia habitual. A lo
largo de la historia de la psiquiatría a las madres tristemente se les culpó de
enfermedades tan graves como el autismo, la esquizofrenia o la anorexia nerviosa.
Esta actitud persiste en muchos ámbitos y a veces reaparece disfrazada. No es
de extrañar que el sentimiento de culpa sea tan frecuente entre muchas madres
occidentales.
Tuve
la suerte de ser madre mientras me formaba como psiquiatra. Y aunque me encontraba
lejos de mi familia y de mi ciudad de origen o tal vez por eso mismo recurrí a
un grupo de madres, Via Láctea, que me enseñaron y me cuidaron de muchas
formas. Inicialmente fue la ayuda que me brindaron con la lactancia. Pude
comprobar que las madres sabían mucho más de lactancia que la mayoría de los
médicos. Pero este conocimiento no se refería sólo a la lactancia o a la
crianza. Con mi maternidad y el apoyo de estas madres expertas cambió mi manera
de percibir a las madres. Lo que me habían enseñado como médico y como
psiquiatra no me cuadraba con lo que vivía con mis hijos o con lo que me
contaban otras madres. Empecé a ser consciente de hasta que punto se ha
excluido a las madres o despreciado su experiencia en muy diversas áreas.
Me
siento ilusionada y fascinada por los hallazgos, maravillada por la fuerza de
la vida que percibo a diario en mi trabajo con los más pequeños y sus familias.
Pero por otro lado me preocupa comprobar cómo a pesar de la enorme evidencia
científica que hay ya sobre muchas de estas cuestiones se sigue haciendo un
enorme daño a madres, bebes e incluso a los padres en nombre de la medicina.
Siento la urgencia de compartir algunas de las cosas que aprendí en este
camino, las preguntas que me voy haciendo y las pequeñas respuestas, consciente
de que sigue siendo poco lo que sé. Todavía queda mucho por hacer.
Pero
el pensar como hacía Melanie Klein que las madres no son interlocutoras válidas
en lo que concierne a las emociones o a la salud de sus hijos ha sido
tristemente frecuente en la medicina moderna. Basta recordar la dramática
historia del cuidado de los recién nacidos prematuros. Durante décadas se
excluyó a las madres –y a los padres- prácticamente del cuidado de los bebés
nacidos antes de tiempo. Estos eran mantenidos aislados del mundo durante sus
primeras semanas e incluso meses de vida en incubadoras que cada vez se
volvieron máquinas más sofisticadas. Fue así hasta que los doctores Edgar Rey y
Héctor Mártinez, pediatras colombianos agobiados por la carencia de incubadoras
tuvieron la genial idea de dejar a los bebés prematuros semidesnudos sobre el
pecho de sus madres la mayor parte del tiempo. Observaron con asombro como
estos bebés evolucionaban francamente mejor que los que estaban en las
incubadoras. Este hallazgo dio pie al llamado “método canguro”. Comenzó así la
nueva manera de cuidar a los prematuros sin separarlos de sus madres que ha
supuesto toda una revolución en el cuidado de los recién nacidos más
vulnerables. Revolución no sólo porque ha mejorado notablemente la
supervivencia y el pronóstico de los prematuros, sino porque las
investigaciones que se han hecho a partir del método canguro han permitido dar
un salto de gigante en la comprensión de los mecanismos por los que se
establece el vínculo en los primeros momentos de la vida. Ahora se llama
“método canguro” al abrazo prolongado entre madres y recién nacidos que fue la
norma a lo largo de la mayor parte de la historia humana, pero esta etiqueta
afortunadamente ha generado un enorme volumen de investigaciones y un cambio
profundo en la comprensión de la necesidad de amor que tienen todos los bebés.
La medicina ha empezado a reconocer que las madres son las que mejor pueden
cuidar a sus bebés y por fin la ciencia está empezando a escuchar lo que las
madres tienen que decir.
Los resultados de las investigaciones recientes son preciosos y nos
enseñan la importancia de respetar la fisiología del vínculo, es decir,
permitir o favorecer que cada madre y cada recién nacido se encuentren en
condiciones ideales. ¿Cuáles son esas condiciones? Probablemente sea menos lo
que sabemos que lo que ignoramos. Nos parece que hemos progresado mucho y que
los humanos que vivimos ahora sabemos o somos más avanzados que los que nos
precedieron. Pero una característica muy humana es la osadía con que el hombre
se ha puesto a manipular procesos naturales sin conocer las consecuencias a
largo plazo de estas manipulaciones. Resulta chocante el paralelismo entre el
trato que hemos dado a la naturaleza con el que se ha dado durante décadas a
parturientas y recién nacidos. No es de extrañar entonces que conforme crece la
preocupación por el futuro de nuestro entorno y avanza el movimiento ecologista
también sean más las voces que reclaman un mayor respeto a la fisiología de la
reproducción y la crianza. Nuestra relación con la naturaleza es un reflejo de
cómo tratamos nuestra propia naturaleza y fisiología, de cómo tantas veces manipulamos
los procesos naturales sin tener idea de las consecuencias a más largo plazo.
Sólo ahora estamos empezando a intuir la importancia del periodo perinatal.
Cuando Bowlby desarrolló la teoría del vínculo no
tuvo en cuenta las
circunstancias que habían transcurrido en torno al nacimiento. Tampoco en los
primeros estudios sobre el apego y la separación se recogió la información
sobre si los bebés habían sido separados de sus madres rutinariamente al nacer
o si habían sido amamantados a demanda.
En
medicina, en psicología, en psiquiatría, todavía es difícil encontrar el
respeto profundo a la vida y a la maternidad. Cuando he intentado avanzar en el
estudio y la comprensión de la psicología del embarazo o de la fisiología de la
crianza me he encontrado con que en textos célebres y clásicos (casi siempre
marcados por el psicoanálisis) se sacan conclusiones seudocientíficas basadas
en las interpretaciones de algunos autores que sostenían sin rubor afirmaciones
francamente misóginas, como detallaré en los siguientes capítulos. Estos
autores que han marcado el desarrollo en algunas de estas áreas también
percibían a los bebés como seres “manipuladores” “egoístas” o como simples
“espejos” de las proyecciones y deseos de sus madres, que para los mismos
investigadores a menudo se caracterizaban por su inmadurez y dificultad para
diferenciar la fantasía de la realidad. La sensibilidad y la capacidad no sólo
de recibir sino también de dar amor de los bebés ha sido frecuentemente negada;
el amor materno objeto de sospechas cuando no de juicios.
Mientras
tanto a lo largo de los últimos sesenta años se ha deshecho lo que la
naturaleza llevaba miles de año perfeccionando. La revolución industrial
culminó con la industrialización de la crianza y el resultado último fue la
destrucción de cultura de la lactancia y la separación rutinaria y sistemática
de madres y bebés. Pero si queremos comprender la fisiología del vínculo no
podremos partir de estudios hechos con bebés que han sido separados
repetidamente de sus madres o que no han sido amamantados. Lo lógico sería
estudiar inicialmente a bebes criados en las condiciones mas fisiológicas
posibles, es decir, tal y como se crió la especie humana durante miles de años.
Aunque se necesitan más estudios transculturales que comparen el desarrollo
cognitivo y emocional de los bebes criados de distintas maneras parece haber
suficiente evidencia desde la antropología y la etnopediatría de que los bebés
que son criados de manera más fisiológica (cuyos nacimientos no son perturbados
con sustancias químicas, que crecen sin ser separados de sus madres durante los
primeros meses o años de vida, amamantados a demanda durante los primeros años,
etc) no sólo crecen más sanos y enferman menos: son también más alegres, más
empáticos, más amorosos. Además los pueblos que crían de manera más fisiológica
son también más pacíficos y se caracterizan por desarrollar una relación con su
medio ambiente natural mucho más sostenible y equilibrada que la del mundo
occidental. Una relación que no está marcada por la dominación ni la
destrucción de la naturaleza.
Las ciencias del inicio de la vida nos llevan no sólo a profundizar en
la relación entre madres, padres e hijos. También nos hacen reflexionar sobre
el vínculo que los humanos establecemos con la naturaleza. La experiencia es la
madre de la ciencia y afortunadamente cada vez son más las madres que están
construyendo en el campo de estas ciencias de la vida. Madres que combinan el
rigor científico con su experiencia maternal contribuyendo a sostener
una nueva mirada respetuosa y
equilibrada con la naturaleza. Como pequeña muestra baste mencionar a Gro
Nylander (madre noruega que tras criar a sus cinco hijos estudió obstetricia y
se convirtió en una de las mayores expertas en lactancia materna a nivel
mundial), a Kristen Uvnas-Moberg (otra madre, esta vez sueca, que intrigada por
lo placentero que le resultó amamantar a sus hijos pasó a liderar la
investigación del reconocido Instituto Karolinska sobre oxitocina), o a Vandana
Shiva, madre y física que lidera el movimiento ecofeminista.
La
ecopsicologia, la rama más joven de la psicología, se muestra crítica con la
psicología tradicional que, argumenta, ha despreciado la necesidad profunda que
tenemos los humanos de relacionarnos con la naturaleza. Los ecopsicólogos han
comenzado a tratar el dolor y el sufrimiento que sienten muchas personas por la
destrucción del medio ambiente. Afirman que para revertir el cambio climático
es preciso conocer mejor el vínculo que los humanos establecemos con la naturaleza.
Simultáneamente algunos pediatras también empiezan a utilizar el mismo lenguaje
que los ecopsicólogos. El neonatólogo Nils Bergman, uno de los principales
investigadores sobre el método canguro, recupera los términos “habitat” para
describir el ambiente en el que espera encontrarse el bebé (el contacto piel
con piel con la madre) y “nicho” para la lactancia (o comportamiento pre
programado para ese hábitat). También Bowlby utilizó estos términos y recurrió
a la etología para entender algunas conductas de los bebés. Bergman afirma con
rotundidad “lo peor que le puede pasar a un recién nacido es que le separen de
su madre”. Sin embargo los efectos de esa separación temprana y repetida, las
secuelas que la pérdida de la lactancia o del contacto piel con piel pueden
dejar en los más pequeños y el como esto afecta al crecimiento cerebral sólo
son en parte conocidos, aún queda mucho por investigar.
La
medicalización de la infancia es consecuencia de esta manipulación temeraria de
la crianza humana. La epidemia de niños medicados por hiperactividad y déficit
de atención es sólo la punta del iceberg. Hace ya décadas que estamos alterando
las circunstancias que marcan el desarrollo cerebral de nuestras criaturas
cuando todavía no conocemos en profundidad como se desarrollan la atención o la
orientación sexual entre otras muchas cosas. Tendremos que comenzar a
investigar los efectos que produce la falta de oxitocina natural en la crianza
o cuales son las consecuencias del uso de oxitocina sintética en los partos (en
los estudios con otros mamíferos como los ratoncillos se ha visto que puede
cambiar la conducta sexual y reproductora en la edad adulta). Habrá que
preguntarse por qué algunas madres tras una cesárea programada sienten que no
quieren a su bebe y si esto tiene que ver con la falta de las hormonas del
parto. Las ciencias del apego y muy especialmente la neurobiología del apego
están investigando en torno a estas cuestiones.
La naturaleza ha previsto una crianza fácil y gozosa pero son tan pocos
los adultos de hoy en día que han sido criados de manera absolutamente
fisiológica y respetuosa que todavía no podemos hacernos a la idea del
potencial que tenemos todos y cada uno de nosotros. Cuando leemos a autores que
estudiaron las costumbres de los pueblos primitivos con una crianza más
fisiológica encontramos que entre ellos los adultos no conocen el término
depresión o incluso ni siquiera tienen la idea del “trabajo” como algo opuesto
al ocio (así lo recoge Jean Liedloff en sus
observaciones de una tribu amazónica).
Dormir con un bebe, llevar en brazos a un niño de dos años, amamantar a una de
cuatro, y pasar la mayor parte de la infancia jugando libremente junto a los
adultos son prácticas fisiológicas en la crianza de los humanos. Pero respetar
la fisiología no significa volver a las cavernas sino entender las necesidades
de los más pequeños para así poder colmarlas. Curiosamente colmar esas
necesidades afectivas del bebé también influye en la salud de madres y padres
para bien, incluso a largo plazo como iremos viendo.
Tal
vez una las cosas más bonitas que tiene la vida sea la oportunidad que la
maternidad o la paternidad nos ofrece de reparar las propias heridas. En ese
dar a los más pequeños (que en ocasiones además son los más heridos, si
hablamos de niños adoptados tras un abandono o maltrato) el adulto recibe más
de lo que imagina y puede sanar las heridas de una infancia a veces más o menos
traumática. Respetar el vínculo permite criar y crecer con amor y gozo, no sólo
a los niños, también a sus progenitores y o cuidadores.
Se necesita una aldea para criar a un niño, dice el proverbio africano.
Sostener y proteger a la díada madre bebé no es tarea exclusiva del padre sino
que debe ser una prioridad de toda la sociedad. Mi intuición es que nacemos
para amar y que amando podemos crecer hasta lugares insospechados pero que
intuyo gozosos, creativos, llenos de alegría y tan ricos en matices como un
paisaje de naturaleza virgen.
Ibone Olza.
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