Tenemos muy arraigado el concepto de obediencia,
porque casi todos quienes somos adultos hoy, hemos sido criados en base al
sometimiento a los deseos o necesidades de alguien más poderoso. El más débil
obedece al más fuerte que emite órdenes sobre cómo vivir, comportarse, comer,
dormir o relacionarse. Si hemos obedecido como corresponde a los mandatos de
otros individuos -generalmente nuestros padres- es posible que nos hayamos
acomodado desde muy pequeños a sus necesidades o su moral y por lo tanto hemos
obtenido beneficios. El más importante es haber sido aceptados. Hasta ahí, las
cuentas dan bien. Sin embargo, hay algo sutil que sucede mientras somos niños,
que es imperceptible pero opera a cada instante, que es la pérdida de
nuestro pulso básico mientras hacemos grandes esfuerzos para
adaptarnos a la modalidad de los mayores. Se desvanece esa voz interior que nos
guía y que nos hace únicos. Extraviamos la autenticidad para situarnos en este
mundo, en armonía con “eso que somos”. Y así perdemos sin darnos cuenta, el
sentido común, que en nuestra sociedad es el menos común de los sentidos.
Nos quedamos sin esa brújula interna que nos alumbra para indicarnos lo que nos
compete y lo que no, lo que nos hace bien o nos hace mal, lo que encaja con
nuestra personalidad o lo que nos lastima. Después de años de esfuerzos para
acomodarnos a aquello que les conviene a los demás, hemos dejado de ser
convenientes para nosotros mismos. Entonces estamos en peligro. En
primer lugar, porque nuestros padres -mientras no sean molestados- no registran
que haya algún problema. En segundo lugar, porque el rencor, la soledad, la
rabia y el desamor crecerán en nuestro interior, y alguna vez ese cúmulo de
sensaciones negativas, explotarán. Desde el punto de vista de los adultos,
imponemos a nuestros hijos obediencias desmedidas y alejadas del ser esencial
de cada uno de ellos, perpetuando un desastre espiritual colectivo.
Tengamos la humildad de no pretender que nadie nos obedezca. El único que debe
ser obedecido, es el corazón.
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